LA SERENATA


"A pesar de las diferencias de edad y educación, el amor se produjo desde un balcón de la casa del Callejón Normal, sin ambages, fresco y espontáneo, para dicha nuestra, pues aquel noviazgo que se había iniciado con el entrecruce de miradas en la misa de diez en San Francisco,  se convirtió en un feliz matrimonio de más de cincuenta años.  Él era ya un señor, graduado de la Escuela de Ingenieros de países tan lejanos como Londres y París, para entonces pelón, con sombrero tipo pandereta para esconder la calva y con la cara seria, y ella,  una niña mimada y linda de veinte años, peinada siempre con una trenza gruesa color castaño sobre la espalda y con escasos conocimientos en materias académicas.
Ellos nunca nos contaron la hazaña del cantineo, pues el abuelo, cuando supo de aquel romance, puso la cara encogida de saber que aquel viejo recién venido de Europa  se hubiera enamorado de su niña, la que había aprendido a tocar al piano las polonesas y las suites de Chopin de memoria y a recitar Los motivos del Lobo de Darío con muchísima solemnidad.
La orden del abuelo fue rotunda, María no podía ver a Luis más que desde la ventana de la sala de la casona del Callejón Normal, preferiblemente con chaperón, y el domingo después de la misa de diez de San Francisco, cuando podría encaminarla a la casa,  siempre y cuando los acompañara la madre.
—Y ya en la puerta de la casa —advirtió el abuelo—, se despiden de mano, nunca de beso en la mejilla,  para que se diga que hay confianza.
Después de dos años de noviazgos entre las rejas de balcones, las idas y venidas a misa y los regalos religiosos que le daban a la niña a la entrada de la misa para que el abuelo no sintiera que eran regalos que la comprometieran, el pretendiente de sombrero de pandereta y bigotito a lo Charlie Chaplin se atrevió a invitar a la niña y por supuesto a su apreciable mamacita al teatro Variedades a ver la ópera Pagliacci con la compañía de Hipólito Lázaro.
De nada valieron las súplicas de la niña para salir al teatro con su enamorado y la noche de la función María, quien era mi madre, lloró a moco tendido encerrada en su dormitorio, el que daba al balcón del callejón.
Gumercindo ya había apagado el foco que alumbraba la casona en donde lloraba desconsolada María, cuando se escuchó en la calle el sonido de instrumentos y voces aisladas, Don Alberto Alcain, uno  de los vecinos, observó que los músicos estaban afinando instrumentos y preparándose para cantar, y les dijo a sus hijas pónganse el sobretodo y los zapatos, vamos a la puerta porque esto no se ve todos los días,  Luis le ha traído a Mariíta a los cantantes y músicos de Pagliacci.
El callejón entero se iluminó y sus habitantes salieron embelesados a presenciar el canto del soprano y los violines de la orquesta interpretando un aria de la ópera frente a la ventana entornada de María, quien desde lejos admiraba aquel prodigio, sintiéndose más enamorada que nunca.  Atrás de la puerta de la habitación de María estaba mi abuelo con la cara empurrada, con una bata de plush rojo y sus pantuflas de corduroy café, oyendo incrédulo el arrebato del pretendiente.
Aquella noche el abuelo no dijo nada, pero ya de nuevo en la cama, justo cuando trataba  de reconciliar el sueño, intuyó que su Mariíta había crecido y que  pronto saldría vestida de novia del portón de la casa, con tacones y coronita de azahares en la cabeza. "

Extracto del libro La noches del cometa por Maria Elena Schlesinger

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